lunes, 9 de julio de 2012

LEYENDAS


Callejon del beso



Callejon del beso
Se cuenta que doña Ana era hija única de un hombre intransigente y violento pero por fortuna, siempre triunfa el amor por trágico que éste sea.

Doña Ana era cortejada por un joven galán, don Carlos. Al ser descubierta por su padre, sobrevinieron el encierro, la amenaza de enviarla a un convento, y lo peor de todo, casarla en España con un viejo y rico noble, con lo que, además, acrecentaría el padre su mermada hacienda.

La bella y sumisa criatura y su dama de compañía, doña Brígida, lloraron e imploraron juntas, pero de nada sirvió.

Así, antes de someterse al sacrificio, resolvieron que doña Brígida llevaría una misiva a don Carlos con la infausta nueva.

Mil conjeturas se hizo el joven enamorado, pero de ella, hubo una que le pareció la más acertada.

Una ventana de la casa de doña Ana daba hacia un angosto callejón, tan estrecho que era posible, asomado a la ventana, tocar con la mano la pared de enfrente.

Si lograban entrar a la casa de enfrente, podría hablar con su amada y, entre los dos, encontrar una solución a su problema. Pregunto quién era el dueño de aquella casa y la adquirió a precio de oro.

Hay que imaginar cuál fue la sorpresa de doña Ana cuando, asomada a su balcón, se encontró a tan corta distancia con su joven enamorado.

Unos cuantos momentos habían transcurrido de aquel inenarrable coloquio amoroso, pues, cuando más abstraídos se hallaban los dos amantes, del fondo de la pieza se escucharon frases violentas. Era el padre de doña Ana increpando a Brígida, quien se jugaba la misma vida por impedir que su amo entrara a la alcoba de su señora.

El padre arrojó a la protectora de doña Ana, como era natural, y con una daga en la mano, de un solo golpe la clavo en el pecho de su hija.

Don Carlos enmudeció de espanto, pues la mano de doña Ana seguía entre las suyas, pero cada vez más fría.

Ante lo inevitable, don Carlos dejó un tierno beso sobre aquella mano tersa y pálida, ya sin vida.

Por esto a este lugar, sin duda unos de los más típicos de nuestra ciudad, se le llama el Callejón del Beso







Plazuela de los carcamanes
plazuela carcamanes



Hace más de siglo y medio que vinieron a establecerse a esta ciudad dos hermanos extranjeros procedentes de Europa, según se decía por entonces. Su apellido Karlkaman Fue degenerado en Los Carcamanes para referirse a ambos.

La vida transcurría tranquila y bonancible para los hermanos, pero un mal día, al Amanecer la mañana del 2 de Junio de 1803, corrió como reguero de pólvora de que los vecinos habían encontrado los cuerpos yertos de los hermanos Carcamanes .

Y cuentan que cuando entraron a la casa que se hallaba abierta, el cuadro que se ofrecía a su vista era horrible, trágico y espeluznante, un doble asesinato por robarlos, fue la primera hipótesis que se formó en torno a su inesperada muerte. Sin embargo la realidad fue otra. Una joven tan bella como frívola que allí vivía, fue hallada también con una tremenda herida en medio del corazón esa misma mañana del 2 de Junio.

Se puede dilucidar que la frívola doncella sostenía relaciones amorosa con los dos hermanos, el primero, poseído de profunda cólera espero a que llegara el segundo y, como acontece en esos casos, ni el selfesco ni la vida en común a través de los años fueron obstáculos para que ocurriera la terrible tragedia.

En ciega e iracunda pelea se trabaron los Carcamanes , de la cual quedó tendido Nicolás y Arturo a pesar de hallarse muy mal herido, apoyándose en la pared con las manos ensangrentadas llegó hasta donde vivía la infiel y en su propio lecho la asesinó, volviéndose luego a su casa, donde se suicidó con la misma arma homicida.. cuando las autoridades intervinieron y se corrieron los trámites de rigor, el cuerpo de Nicolás fue inhumado en el que es ahora el templo de San Francisco, y Arturo en el panteón San Sebastián.

Y cuenta la leyenda que por ese rumbo de San José, a la casa de los Carcamanes tres espectros hacen el recorrido, apenas cae la noche, hasta la madrugada, lamentado su muerte y llorando su castigo.

La carrosa infernal

Créamelo que es cierto doña Teclita; pues yo lo he visto.

- No es posible, doña Genoveva. ¿Cómo puede cruzar las calles del pueblo a las altas horas ese coche endemoniado? Sin embargo, le afirmo que muchas personas me cuentan y me cuentan; ¿pero no será nomás tornillo de su fantasía?

- Pues a mí también me consta - intervino don Simón - y muy retecierto. Que sea espanto, doña Tecla o el mismísimo demonio, ¡Jesús nos asista!, es cosa que no le puedo afirmar; y como mi testimonio, hallará mil en el pueblo; y no solamente, sino hasta personas de absoluto crédito y honorabilidad pueden asegurarlo: ahí está la familia Moreno, que no me dejará mentir: muy entrada la noche, a veces en la madrugada, de pronto rompe el silencio de las tristes callejas el ruido del coche sobre el empedrado. Es un almatroste antiguo, pesado, de muelles resistentes y engranes ruidosos. Va cubierto con camisa de lona, como si estuviera siempre resguardado del polvo y el maltrato, y lo jalan dos mulas grandes; pero lo más curioso es que no lleva quién lo guíe; es decir, carece de cochero, aunque los animales van con las riendas tirantes, como si manos invisibles lo condujeran hacia el Misterio.

- ¿Y hace mucho que se aparece? - interrogó la vecina.

- Sí dona Tecla. Este espanto o demonio data de muchos años, después de la exclaustración, allá por el 60. Había en aquel tiempo un chinacote sin escrúpulos, que fue jefe político después, llamado don Cirilo Quiroz, que con Domingo Orozco fueron tremendos. ¡Qué tiempo aquel! ¡Si viera usted cuántas riquezas se perdieron! Dicen que este señor se entretenía en fusilar con su pistolete, en sus ratos de ocio, un cuadro de Cabrera que había en el descanso de la escalera monumental del convento de San Agustín. ¡Imagine usted qué imbécil ¡ y no sólo ese cuadro era bueno, había a montón: en uno de los patios estaba un Víacrucis de extraordinario mérito, debido a una firma colonial. En Guanajuato, en la capilla del colegio del Estado, existe aún la Adoración de los Reyes un óleo que es una joya, debida a José Juárez, igual al de la Academia de San Carlos, y una Biblia políglota, edición incunable, única por su tamaño inmenso, pues extendida abarca casi dos metros, en la Biblioteca del Colegio del Estado, pertenecientes, como digo, a nuestro convento agustiniano.

- Pero es usted muy sabiondo, don Simón.

- No, doña Tecla- intervino doña Genoveva -. Mi marido fue estudiante, sino que destripó .

Pues como le decía: el general don Manuel Doblado se llevó también muchas riquezas en libros y en cuadros; pero principalmente Maximiliano; ese si no tuvo abuela. Figúrese que los Calepinos o Artes para aprender otomí, tarasco y otros idiomas de naturales, fueron a parar hasta Austria, donde deben estar. Enriqueció su palacio con obras del convento. Pues verá usted: se cuenta que Quiroz se dirigió al templo de San Agustín; los frailes se disponían a abandonar su albergue, corridos por la Reforma; el convento se quedaba solo. Fray Angel Gasca, el Padre Provincial, como el capitán de un navío, fue el último que abandonó el claustro. En el templo había la consiguiente agitación: los fieles se apretaban observando los acontecimientos. Pues como digo, Cirilo Quiroz se abrió paso, dirigiéndose al Sagrario, ¡alabado sea Jesús Sacramentado!, y rompió la cerradura sacra, deseando apoderarse de los cálices y los copones de oro; pues sí señora, tuvo el gusto de romper la pequeña puertecita y metió la mano, y, al instante, una mano fuerte e imperiosa la detuvo la diestra pecadora, evitando el desacato. Don Cirilo Quiroz lanzó un grito, con los cabellos erizados, y se retiró prontamente del altar, todo confuso. De ahí comenzó a no ser bueno, como que se hizo paralítico, como que se tirició , algo así. Verá usted: andando el tiempo
después de su muerte, comenzó por oírse ese coche que jalan mulas sin auriga; algunas gentes dicen que después de pasar la calle del Relox . . .

- ¿Cuál es la calle del Relox, don Simón?

- La misma del convento, la que ahora se llama de Alberto Soto; en la esquina de la Penitenciaría hubo una escuela que desde tiempo inmemorial la llamaban la Escuela del Rey , y arriba, sobre el muro, un viejo relox que dio el nombre a la calle, ¿sabe usted?

- Prosiga don Simón, estoy muerta de miedo.

- Pues verá usted: decía que el coche pasa por la calle del Relox; luego se va al centro, por el Hospital, deteniéndose en la Plaza. Hacia la esquina de la calle Marte, hoy Tomasa Esteves, y precisamente en el lugar en donde estuvo la Jefatura, en lo que fue la puerta de las Casas Consistoriales, se detiene la carroza y baja del interior un hombre embozado en amplia capa negra; dicen que es el alma de don Cirilo Quiroz. Al dejarlo, el coche sigue su misteriosa ruta, toma por Las Tres Caídas , sigue por el Santuario y se pierde a lo lejos. ¿A dónde va? . . . ¡quién lo sabe! Si lo mira, por las dudas póngale la cruz, no vaya a ser el diablo.

Dos meses después, llegó azorada una mañana, doña Tecla.

- ¡Ay señor don Simón! ¡Ay doña Genovevita! Hoy en la mañana barría mi calle; estaba la luna muy bella, aclarándolo todo, como que la luz eléctrica se apagó, cuando, ¿ángeles del cielo!, oigo ruido de coche: ¡haiga cosa! Lo que menos me acordaba. Dio vuelta de la primera calle de Tomasa Esteves y lo veo venir por el templo de Las Tres Caídas: el mismo coche, con su eterna cubierta de lona y sus mulas. Como viera que me iba a atropellar, me pegué a la pared y vi, señor, vi el coche, sin cochero, con las riendas tirantes; producía un ruido terrible sobre las piedras. Cerré los ojos, y cuando vuelvo a abrirlos, creyendo ser toda alucinación, veo que se pierde a lo lejos por toda la calle ¿Pero qué es eso, don Simón? ¿Qué indica? ¿Qué es lo que persigue? ¿Es alma en pena, o demonio familiar?

- Señora, como conseja, es muy antigua, y todos, viejos y muchachos, a veces nos toca ver esa carroza que, en mi opinión, la lleva el diablo, muy flojo o muy indiferente a los humanos, pues tonto deja correr los años malgastados el tiempo que debía emplear mejor en su provecho, ¿no lo cree así, doña Teclita? Y más cuando se tienen ojos tan bellos como o de usted, que no hay quien no envidie a su marido . . .
 La princesa de la bufa


Dícese que en el pintoresco y bello picacho del cerro de la Bufa alienta una princesa encantada de rara hermosura, que en la mañana de cada uno de los jueves festivos del año, sale al encuentro del caminante varón, pidiéndole que la conduzca en brazos hasta el altar mayor de la que hoy es la Basílica de Guanajuato, y que al llegar a ese sitio volverá a renacer la ciudad encantada, toda de plata, que fue esta capital hace muchos años, y que ella, la joven del hechizo, recobrará su condición humana.

Pero para romper este encantamiento hay condiciones precisas, tales como que el viajero, fascinado por la belleza de la joven que le llama, tenga la fuerza de voluntad suficiente para soportar varias pruebas: que al llevarla en sus brazos camine hacia adelante sin turbación y sin volver el rostro, no obstante escuche voces que le llamen y otros ruidos extraños que se produzcan a su espalda.

Si el elegido pierde la serenidad y voltea hacia atrás, entonces la bella muchacha se convierte en horrible serpiente y todo termina ahí.

La oferta es tentadora: una lindísima muchacha y una fortuna inacabable, pero, ¿quién es el galán con temple de acero que puede realizar esta hazaña?

Por lo visto las condiciones son precarias, pues Guanajuato, el Estado que hoy conocemos, tiene más de cuatro siglos de vida y no ha habido quien cumpla los requisitos para deshacer el hechizo.


Callejon del truco



La gente que allí vive, asegura que una sombra de varón, vestido a la usanza, con larga capa, sombrero de ancha ala calado hasta las cejas, de modo que sólo deja de ver dos chispas a manera ojos sobre el rostro pálido y desencajado, se desliza apresurado a lo largo de esta calle cuando el silencio y las sombras de la noche son completas.

Es la sombra de Don Ernesto, que sigiloso se detiene delante de una puerta y llama tres veces. Se oye un chirrido de ultratumba y entra el caballero. Es la Casa de Juego, a la que sólo van los más ricos. Se juega en grande: primero las bolsas repletas de oro, después las fincas, luego las haciendas. Es mal día para don Ernesto. Ha perdido tres o cuatro de sus mejores propiedades. Está nervioso como nunca. La fortuna le ha dado la espalda. Hace un recuento en la mente y advierte que lo ha perdido todo.

No todo, amigo, aún queda algo de valor .
- ¡El diablo lo supiera! ¿Qué es?
- Y va en una jugada por cuanto habéis perdido, en el primer albur - agrega la primera voz.
Don Ernesto, fuera de sí exclama:
- ¿A qué os referís? ¡Decidlo de una vez!.
- ¡Calma, calma! - Agrega el contrincante.
- ¡Qué tenga vuestra madre! - grita de nuevo el desafortunado caballero.

Su adversario se inclina sobre la mesa para musitar unas palabras al oído de don Ernesto...
- ¡No por Dios! ¡Ella no! - grita el perdidoso en el colmo de la exaltación.
- Resolveos, así podréis recuperar vuestras riquezas ...

Transcurren unos instantes de lucha en el interior del jugador, y al fin exclama:
- ¡Sea pues! ¡A la carta mayor!
Su amigo, parsimoniosamente, coloca sobre la mesa dos cartas; una sota de oros y un seis de espadas...
- ¡A la sota! - grita don Ernesto temblando de emoción.
Se deslizan los naipes fatídicos... siete de bastos, tres de oros, caballo de copas y al fin aparece la carta maldita, el seis.
- Perdéis nuevamente .

El caballero queda mudo, sin moverse, como desplomado sobre sí mismo.

Ha jugado a su bella esposa. Es hombre de palabra y tiene que cumplir.

Esa vez su adversario fue el propio diablo, por eso don Ernesto no vio una sola jugada.
El esprecto del teatro juan valles
El coronel Peña un hombre de pelo en pecho. Connotado liberal, había militado en algunos combates, se había revelado siempre por una firmeza de carácter excepcional.siendo muy niño un acontecimiento terrible amargó su infancia: una noche dos desconocidos condujeron a su padre hacia su casa, trastornado por exceso en la bebida, y tomando el viejo aldabón llamaron.La esposa esta abrió y los individuos, lo condujeron hacia su lecho, y mientras la señora volviase a entornar los postigos de la ventana, uno de aquellos, de certera puñalada termino con la vida de don Francisco. Los desalmados huyeron, no volviéndose a saber más, quedando todo sumido en el más absoluto misterio.La viuda quedó con sus hijos pequeños en una dolorosa situación económica, y su hijo Francisco tenía siempre ante sus ojos la impresión del suceso que lo hizo huérfano, y sólo deseaba esclarecer los ocultos motivos del asesinato sin nombre cuya víctima fue el autor de sus días. Corrieron muchos años, y una noche, en una cantina, encontró a un perdonavidas más bien que fanfarrón, de sombrío aspecto. Este, ante su auditorio, exageraba la hazaña; de pronto interrumpióse para fijar la mirada en don Francisco Peña y, con sonrisa desafiante, se encaró con él: Yo maté a su padre -le dijo -de una certera puñalada, y ya ve que tenía fama de valiente; me pagaron porque lo hiciera y ni las manos metió.Una ola de sangre pasó por don Francisco y pocos momentos después, sobre el viscoso pavimento de la taberna, un hombre se desangraba agonizante. Don Francisco Peña se presentó a las autoridades siguiéndose la causa respectiva y saliendo al fin absuelto. Cuando al pasar el tiempo recordaba, una arruga profunda surcaba su frente. Pensaba tal vez en sus tiempos de niño carente de todo, en su soledad de huérfano y en las mudas u eternas lágrimas de su madre. ¡Cuántas veces lo sorprendió la esposa, en tiempos muy posteriores, delante de un cuadro obscuro y borroso que representaba a Cristo en la cruz! ¿Meditaba tal vez en aquel rasgo suyo en el cual palpitaban encontrados sentimientos de venganza o de justicia?... después la malicia fue su carrera, hasta que en el año 96 lo encontramos, Vivía Peña a la mitad del Callejón del Diezmo, en una casa conocida por la del Molino, y hacia la esquina de la misma cuadra donde estuvieron las fábricas de porcelana del señor cura don Luis Saavedra, habitaba una sobrina del sacerdote, llamada dona Rosa Saavedra; en frente, con la calle de por medio, había una morada humilde, ocupada por una familia que contaba entre sus miembros una mujer joven llamada Teresa La Loca , pues se encontraba demente. Pronto corrió por el vecindario la noticia de que le cura Saavedra, fallecido tiempo hacía, se presentaba a Teresa La Loca , la cual se retorcía en supremo espanto, y tiritando, con las piernas encogidas, se apostaba en la banqueta de la calle dando gritos de pavor. Todo el mundo atribuía a la falta de seso las visiones de Teresa y nadie la tomaba en serio, puesto que ni sus mismos familiares le daban crédito. ¡Cuántas veces la encontró Peña empalidecida por el espanto! Y al preguntarle la causa de su azoramiento, contestaba la infeliz demente, con ojos desorbitados: - Es el cura, aparece -. Peña pasaba de largo, con una sonrisa incrédula, moviendo la cabeza. el 9 de noviembre del 96, que fue lunes, en que la Iglesia Católica conmemora Los fieles difuntos , salió el coronel Peña de su casa a hacer su inspección diaria por la población, a eso de las diez de la noche, acompañado de Manuel González.
El vecindario, de suyo pacífico, se encontraba recogido; durante el día habían ido en piadosa remería a visitar los camposantos de San Pedro, Nuestra Señora de San Juan San Antonio y las Flores. La gente principal con flores y composturas para los que fueron; los pobres, haciendo día de campo y llevando a las tumbas las ofrendas de pan y tamales, que después comían. Los faroles se habían suprimido, pues que esa noche había luna y, cuando esto pasaba, no se encendía el alumbrado por economía del exiguo presupuesto. Por las rendijas de las puertas había luz, pero en las calles uno que otro transeúnte pasaba. El toque de silencio de la penitenciaría sonaba a lo lejos, invitando al recogimiento de los guardas; solamente los centinelas, en su garitones, gritaban su contraseña de cuarto en cuarto de hora. cerca del Teatro Juan Valle vió don Francisco Peña a un bulto que le llamó la atención; parecía envuelto en un capote negro, y al pasar junto a él se agachó, como recatándose de curiosas miradas. Peña pensó en don Margarito Arteaga, que traía trapicheos con una mujerzuelilla que vivía por el barrio, e hizo intención de hablarle con sorna, pero prefirió no darse por entendido; sin embargo, dijo a Manuel González.-¿Quién será éste?
- Probablemente don Margarito -agregó el segundo -; no sale de por aquí.
Con esta propuesta afirmó su idea y pensó que el asunto se prestaba para jugarle una chispeante travesura. El martes siguiente salió solo de su casa, tomó la misma dirección que la vez anterior, y percibió cerca de las ventanas enrejadas de la familia Hernández al individuo en cuestión, que de pie lo esperaba, cubierto con el balandrán, y conforme se acercaba el coronel, echó a andar, metiéndose en el pórtico del teatro, evitando el encuentro.Peña apretó el paso y entró resuelto al pórtico, decidido a descubrir al incógnito. Prendió un cerillo y no encontró ningún rastro por donde hubiera desaparecido, ya que hasta halló cerradas perfectamente las puertas que conducen al patio; un estremecimiento de pavor recorrió su cuerpo; pero supo sobreponerse. Salió a la calle llamando al sereno y éste, alumbrándole con la linterna lo acompañó a hacer un minucioso registro que resultó inútil. - Yo también he visto muchas veces ese bulto -le dijo el guarda -y no se me hace cosa buena. El 4 de Noviembre, impulsado el coronel por las ideas obsesionantes de las veladas anteriores, determinó a toda costa descubrir el misterio; su vida en la milicia había modelado el carácter con tendencias al racionalismo y a la despreocupación, y su actuación liberal no le permitía admitir muchas cosas que, según él, no podrían suceder, sosteniendo siempre, cuando la ocasión lo facilitaba, controversias en las cuales negaba con maniática terquedad toda la intervención del mundo visible. Ignoraba el coronel Peña que existen cosas sobrenaturales e incomprensibles, según la frase de Pascal, en los cuales el entendimiento humanos naufraga en vino por e encontrar la solución. Esa noche desde lejos divisó el bulto; comenzó a caminar tomándole la delantera y percibió con toda claridad que traía un vestido talar y encima el sobrepelliz o roquete blanco. Casi maquinalmente lo siguió, volvió a llamar al sereno como la noche anterior y al acercarse el gendarme con la linterna, inquirió don Francisco:
-¿No hay novedad, Pascual?- No, señor -, contestó el hombre.En ese momento el fantasma se colocó entre ambos interlocutores, desafiando la luz de la linterna. El coronel Peña lo distinguió con toda claridad, pero sin denunciar su emoción, haciendo violencia a su preocupación, denominándola con su voluntad. Murmuró sordamente: Acompáñeme a la estación. Y ambos se perdieron hacia los suburbios. Volvió el coronel el día 5, atenaceado por aquella idea turbadora, más con curiosidad que con miedo; había hablado ya en su casa del fenómeno, y la esposa, doña Manuela Yépez, le había aconsejado que tuviera entereza para hablar con el espíritu; pero esa noche en vano recorrió la calle una y muchas veces; esperó en la esquina, pasó repetidas veces por el teatro, exploró su interior, y nada halló. Aquí si podría afirmarse que provocaba el fenómeno, que una profunda sugestión lo dominaba; pero salió su esfuerzo infructuoso. De pronto las doce sonaron en los templos uniéndose a los silbatos tristes y monótonos de los gendarmes. Regresó a su hogar un poco contrariado; creía haber aumentado sus conocimientos en aquellas andanzas, y volvía descontento, juzgando haber sido todo producto de morbosa alucinación.El 6 de noviembre, viernes, salió de su casa rumbo al teatro; el bulto misterioso estaba allí, sentando en la banqueta de la calles. Al aproximarse Peña, se levantó; ahora se distinguía con toda claridad: un sacerdote anciano, perfectamente materializado, lo invitaba a aproximares. Don Francisco creyó desmayarse, pero pudo imponerse a sí mismo. Caso más bien con el pensamiento articuló:- En nombre de Dios, dime: ¿quién erres, qué es lo que debes y por qué andas penando? Y una voz salida de algo tan artificioso que parecía inverosímil, sonidos articulados como a través de un fuelle, con entonación desusada y nunca oída, contestó: - Soy el cura Saavedra. Escúchame y apiádate de mi alma: un mérico dueño de un cuantioso tesoro, estando moribundo llamó al padre Hincapié revelándole que, en determinado lugar, había un tesoro consistente en oro robado a las conductas durante las guerras con los españoles en 1810; que sacará ese dinero dedicando una parte para mandas , entre ellas unas misas al Señor del Hospital, algunos rosarios y cubriera determinados compromisos. El padre Hincapié, a pesar de haberles señalado precisamente el lugar del tesoro, no hizo por sacarlo, y así pasó el tiempo hasta que a mí me tocó auxiliar a Hincapié en sus últimas horas. Tampoco yo saqué nada a pesar de habérmelo recomendado el padre con angustiado ahínco, y ahora vengo a suplicarte, por amor de Jesucristo, me saques de penas. Mi alma no descansará en la paz del Señor hasta que ese dinero no se recoja. Ayer jueves no vine, porque era día de oración y los seres del más allá nos entregamos totalmente a ella. ¿Qué saben los humanos de la verdadera vida? Saca ese dinero, que se encuentra en la casa ocupada por mi sobrina doña Rosa, háblale en mi nombre y ella accederá. En el ángulo de la segunda pieza, hacia el norte, hallarás, escarbando un metro, una loza escrita, debajo de ella los huesos del hombre que el desdichado mérico hizo víctima de su infame codicia. Procura enterrar luego en lugar sagrado la osamenta que te indico, la cual debe reposar en su fosa hasta la consumación de los siglos, cumple con las mandas y Dios te bendecirá, no pudiendo encarecerte la recompensa que se te espera; únicamente sabe que, en la otra vida, pagaré con creces la caridad
Ya hacia la madrugada, los parientes de don Francisco Peña, alarmados por su ausencia, procedieron a buscarlo, hallando sobre la banqueta del teatro Juan Valle el cuerpo exánime del coronel.
Todo se realizó como se ha dicho. Doña Rosa Saavedra no puso reparo en facilitar la casa para la correspondiente búsqueda; se hizo la excavación, encontrando el esqueleto y las señas dadas por el cura don Luis Saavedra, así como armas enmohecidas y mosquetes del tiempo de la colonia. Se pagaron las misas y los rosarios y, según el decir del coronel Peña, a la hora de Incarnatus Est, en el Credo, el sacerdote Saavedra, que momentos antes se aparecía, inclinaba la cabeza adorando la encarnación de Dios hijo en una profunda reverencia, y luego se desvanecía. Parece que el dinero no lo sacó Peña, sino otras personas; pero desde aquellos aciagos días la salud del coronel quebrantóse sobremanera. Una noche del mes de diciembre, ya cercano el amanecer, vió en el rodapié de la cama al cura, que lo miraba con fijeza desconcertante.- Vengo a darte las gracias -le dijo.
El coronel respondió al punto:Por amor de Dios, déjame en paz; ya no puedo tolerar tu presencia.
Al año siguiente, cinco meses después de lo acaecido, el 7 de abril de 1897, siendo jueves santo, como a las doce de la tarde venía Peña montado en su caballo rumbo a la Jefatura, que quedaba en la esquina de la plaza, en la casa donde ahora vive don Pedro Arredondo, cuando al bajarse del corcel sintió una profunda punzada en el corazón, dobláronse sus piernas y quedó muerto en el acto. Los médicos opinaron por un aneurisma, pero, en opinión de sus familiares y del vulgo, la causa determinante de su muerte fue la macabra visita del cura de Salamanca.

La casa a que esto se refiere, guardadora de un tesoro, pertenece a la familia Acosta.


El usurero del baratillo

En la Plaza del Baratillo fue muy conocido. Allí vivió todavía en tiempos de la Revolución de 1910. Dos o tres veces al día, cuando el hambre lo acosaba materialmente clavando sus aguijones en las paredes del estomago bajaba la escalera de su casa. Sólo así se habría el pesado zaguán, hermético por el resto de las 24 horas del día. Rápidamente cambiaba unos centavos por atole y tamales o bien por nopales y tortillas, según la hora, y sin cruzar palabra con nadie, volvía otra vez a su encierro.
La gran puerta de madera dejaba oír el 

Plaza del baratillo
crujido de sus goznes herrumbrosos, para continuar irremediablemente cerrada. Era el usurero del Baratillo, como dio en llamarle la gente del pueblo.
Hombre enjuto, de mirada extraviada, blanco, estatura regular, bigote y piocha que dejaban ver evidentemente un rostro sin afeitarse. Vestía pantalón negro y camisa que se suponía blanca en otros tiempos. Este hombre eran tan rico, que por haber acumulado tan inmensa cantidad de monedas de oro perdió la razón. Del ropero y del arcón donde guardaba su caudal, llevaba las talegas a su casa y allí las depositaba. Ese ruido tan peculiar era toda su obsesión...Dicen que ese tesoro provenía del montepío que tuvo en su propia casa por muchos años y por prestar con muy altos intereses.
Fue también proverbial que la gente atribuyera al sombrío prestamista esta frase: "peso que no deje diez, para qué es." Prestaba su dinero en oro y ponía como condición que se le devolviera en oro. Una ocasión tropezó con un hombre demasiado listo, quien logró sacarle a plazo corto como dos mil pesos con el 25 por ciento, pagaderos en ocho días, pero que lejos de liquidarle, huyó llevándose el dinero. Fue esta la causa definitiva de su locura. Desde ese día para el usurero no hubo más obsesión que contar su dinero y chapotear con sus manos repletas de monedas, que dejaba escurrir para escuchar cómo sonaba al golpear unas con otras.
Los vecinos lo ven casi todas las noches, y las familias que han vivido en esa casa oyen sus pasos en las escaleras que suben o bajan, y por las noches oyen también en tintineo de las monedas. Es el usurero del Baratillo que cuenta su tesoro, tesoro que, como hasta ahora nadie lo ha encontrado, se asegura que sigue escondido en varios sitios de la casa, pues en medio de su gran avaricia pensaba que de ese modo jamás podrían encontrarlo.


CERRO DE LA BUFA

 Pocas ciudades como está tienen una historia y una leyenda tan interesante; tal vez por no conocerse su verdadero origen, la imaginación del hombre ha tejido ese velo de fantasía alrededor de Guanajuato.

Otra razón hay para que surgiera esta leyenda: la fabulosa riqueza de la plata que hubo y que hay en sus minas.

Fantasía y riqueza, dos ingredientes muy apropiadas para forjar una leyenda como la que vamos a referir.

Dícese que en ese pintoresco y bello picacho del cerro de la Bufa alienta una princesa encantada de rara hermosura, que en la mañana de cada uno de los jueves festivos del año, sale al encuentro del caminante varón, pidiéndole que le conduzca en brazos hasta el altar mayor de la que hoy es la Basílica de Guanajuato, y que al llegar a ese sitio volverá a esplender la ciudad encantada, toda de plata, que fue esta capital hace muchos años, y que ella, la joven del hechizo, recordará su condición humana.

Pero para romper este encantamiento hay condiciones precisas, tales como que el viajero, fascinado por la belleza de la joven que le llama, tenga la fuerza de voluntad suficiente para soportar varias pruebas; que al llevarla en sus brazos camine hacia adelante sin turbación y sin volver el rostro, no obstante escuche voces que le llamen y otros ruidos extraños que se produzcan a su espalda.

Si el elegido pierde la serenidad y voltea hacia atrás, entonces la bella muchacha se convierte en horrible serpiente y todo termina ahí.

La oferta es tentadora: una lindísima muchacha y una fortuna inacabable, pero ¿quién es galán con temple de acero que pueda realizar esta hazaña? Por lo visto las condiciones son precarias, pues Guanajuato, el Estado que hoy conocemos, tiene más de cuatro siglos de vida y no ha habido quién cumpla los requisitos para deshacer el hechizo.

Escritores y poetas nacen y mueren con mayor o menor galanura en el lenguaje todos repiten la leyenda, como un canto a Guanajuato, a la Bufa y a la hermosa princesa encantada.


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