Dícese que en el pintoresco y bello picacho del cerro de la Bufa alienta una princesa encantada de rara hermosura, que en la mañana de cada uno de los jueves festivos del año, sale al encuentro del caminante varón, pidiéndole que la conduzca en brazos hasta el altar mayor de la que hoy es la Basílica de Guanajuato, y que al llegar a ese sitio volverá a renacer la ciudad encantada, toda de plata, que fue esta capital hace muchos años, y que ella, la joven del hechizo, recobrará su condición humana.
Pero para romper este encantamiento hay condiciones precisas, tales como que el viajero, fascinado por la belleza de la joven que le llama, tenga la fuerza de voluntad suficiente para soportar varias pruebas: que al llevarla en sus brazos camine hacia adelante sin turbación y sin volver el rostro, no obstante escuche voces que le llamen y otros ruidos extraños que se produzcan a su espalda.
Si el elegido pierde la serenidad y voltea hacia atrás, entonces la bella muchacha se convierte en horrible serpiente y todo termina ahí.
La oferta es tentadora: una lindísima muchacha y una fortuna inacabable, pero, ¿quién es el galán con temple de acero que puede realizar esta hazaña?
Por lo visto las condiciones son precarias, pues Guanajuato, el Estado que hoy conocemos, tiene más de cuatro siglos de vida y no ha habido quien cumpla los requisitos para deshacer el hechizo.
Callejon del truco
La gente que allí vive, asegura que una sombra de varón, vestido a la usanza, con larga capa, sombrero de ancha ala calado hasta las cejas, de modo que sólo deja de ver dos chispas a manera ojos sobre el rostro pálido y desencajado, se desliza apresurado a lo largo de esta calle cuando el silencio y las sombras de la noche son completas.
Es la sombra de Don Ernesto, que sigiloso se detiene delante de una puerta y llama tres veces. Se oye un chirrido de ultratumba y entra el caballero. Es la Casa de Juego, a la que sólo van los más ricos. Se juega en grande: primero las bolsas repletas de oro, después las fincas, luego las haciendas. Es mal día para don Ernesto. Ha perdido tres o cuatro de sus mejores propiedades. Está nervioso como nunca. La fortuna le ha dado la espalda. Hace un recuento en la mente y advierte que lo ha perdido todo.
No todo, amigo, aún queda algo de valor .
- ¡El diablo lo supiera! ¿Qué es?
- Y va en una jugada por cuanto habéis perdido, en el primer albur - agrega la primera voz.
Don Ernesto, fuera de sí exclama:
- ¿A qué os referís? ¡Decidlo de una vez!.
- ¡Calma, calma! - Agrega el contrincante.
- ¡Qué tenga vuestra madre! - grita de nuevo el desafortunado caballero.
Su adversario se inclina sobre la mesa para musitar unas palabras al oído de don Ernesto...
- ¡No por Dios! ¡Ella no! - grita el perdidoso en el colmo de la exaltación.
- Resolveos, así podréis recuperar vuestras riquezas ...
Transcurren unos instantes de lucha en el interior del jugador, y al fin exclama:
- ¡Sea pues! ¡A la carta mayor!
Su amigo, parsimoniosamente, coloca sobre la mesa dos cartas; una sota de oros y un seis de espadas...
- ¡A la sota! - grita don Ernesto temblando de emoción.
Se deslizan los naipes fatídicos... siete de bastos, tres de oros, caballo de copas y al fin aparece la carta maldita, el seis.
- Perdéis nuevamente .
El caballero queda mudo, sin moverse, como desplomado sobre sí mismo.
Ha jugado a su bella esposa. Es hombre de palabra y tiene que cumplir.
Esa vez su adversario fue el propio diablo, por eso don Ernesto no vio una sola jugada.
El esprecto del teatro juan valles
El coronel Peña un hombre de pelo en pecho. Connotado liberal, había militado en algunos combates, se había revelado siempre por una firmeza de carácter excepcional.siendo muy niño un acontecimiento terrible amargó su infancia: una noche dos desconocidos condujeron a su padre hacia su casa, trastornado por exceso en la bebida, y tomando el viejo aldabón llamaron.La esposa esta abrió y los individuos, lo condujeron hacia su lecho, y mientras la señora volviase a entornar los postigos de la ventana, uno de aquellos, de certera puñalada termino con la vida de don Francisco. Los desalmados huyeron, no volviéndose a saber más, quedando todo sumido en el más absoluto misterio.La viuda quedó con sus hijos pequeños en una dolorosa situación económica, y su hijo Francisco tenía siempre ante sus ojos la impresión del suceso que lo hizo huérfano, y sólo deseaba esclarecer los ocultos motivos del asesinato sin nombre cuya víctima fue el autor de sus días. Corrieron muchos años, y una noche, en una cantina, encontró a un perdonavidas más bien que fanfarrón, de sombrío aspecto. Este, ante su auditorio, exageraba la hazaña; de pronto interrumpióse para fijar la mirada en don Francisco Peña y, con sonrisa desafiante, se encaró con él: Yo maté a su padre -le dijo -de una certera puñalada, y ya ve que tenía fama de valiente; me pagaron porque lo hiciera y ni las manos metió.Una ola de sangre pasó por don Francisco y pocos momentos después, sobre el viscoso pavimento de la taberna, un hombre se desangraba agonizante. Don Francisco Peña se presentó a las autoridades siguiéndose la causa respectiva y saliendo al fin absuelto. Cuando al pasar el tiempo recordaba, una arruga profunda surcaba su frente. Pensaba tal vez en sus tiempos de niño carente de todo, en su soledad de huérfano y en las mudas u eternas lágrimas de su madre. ¡Cuántas veces lo sorprendió la esposa, en tiempos muy posteriores, delante de un cuadro obscuro y borroso que representaba a Cristo en la cruz! ¿Meditaba tal vez en aquel rasgo suyo en el cual palpitaban encontrados sentimientos de venganza o de justicia?... después la malicia fue su carrera, hasta que en el año 96 lo encontramos, Vivía Peña a la mitad del Callejón del Diezmo, en una casa conocida por la del Molino, y hacia la esquina de la misma cuadra donde estuvieron las fábricas de porcelana del señor cura don Luis Saavedra, habitaba una sobrina del sacerdote, llamada dona Rosa Saavedra; en frente, con la calle de por medio, había una morada humilde, ocupada por una familia que contaba entre sus miembros una mujer joven llamada Teresa La Loca , pues se encontraba demente. Pronto corrió por el vecindario la noticia de que le cura Saavedra, fallecido tiempo hacía, se presentaba a Teresa La Loca , la cual se retorcía en supremo espanto, y tiritando, con las piernas encogidas, se apostaba en la banqueta de la calle dando gritos de pavor. Todo el mundo atribuía a la falta de seso las visiones de Teresa y nadie la tomaba en serio, puesto que ni sus mismos familiares le daban crédito. ¡Cuántas veces la encontró Peña empalidecida por el espanto! Y al preguntarle la causa de su azoramiento, contestaba la infeliz demente, con ojos desorbitados: - Es el cura, aparece -. Peña pasaba de largo, con una sonrisa incrédula, moviendo la cabeza. el 9 de noviembre del 96, que fue lunes, en que la Iglesia Católica conmemora Los fieles difuntos , salió el coronel Peña de su casa a hacer su inspección diaria por la población, a eso de las diez de la noche, acompañado de Manuel González.
El vecindario, de suyo pacífico, se encontraba recogido; durante el día habían ido en piadosa remería a visitar los camposantos de San Pedro, Nuestra Señora de San Juan San Antonio y las Flores. La gente principal con flores y composturas para los que fueron; los pobres, haciendo día de campo y llevando a las tumbas las ofrendas de pan y tamales, que después comían. Los faroles se habían suprimido, pues que esa noche había luna y, cuando esto pasaba, no se encendía el alumbrado por economía del exiguo presupuesto. Por las rendijas de las puertas había luz, pero en las calles uno que otro transeúnte pasaba. El toque de silencio de la penitenciaría sonaba a lo lejos, invitando al recogimiento de los guardas; solamente los centinelas, en su garitones, gritaban su contraseña de cuarto en cuarto de hora. cerca del Teatro Juan Valle vió don Francisco Peña a un bulto que le llamó la atención; parecía envuelto en un capote negro, y al pasar junto a él se agachó, como recatándose de curiosas miradas. Peña pensó en don Margarito Arteaga, que traía trapicheos con una mujerzuelilla que vivía por el barrio, e hizo intención de hablarle con sorna, pero prefirió no darse por entendido; sin embargo, dijo a Manuel González.-¿Quién será éste?
- Probablemente don Margarito -agregó el segundo -; no sale de por aquí.
Con esta propuesta afirmó su idea y pensó que el asunto se prestaba para jugarle una chispeante travesura. El martes siguiente salió solo de su casa, tomó la misma dirección que la vez anterior, y percibió cerca de las ventanas enrejadas de la familia Hernández al individuo en cuestión, que de pie lo esperaba, cubierto con el balandrán, y conforme se acercaba el coronel, echó a andar, metiéndose en el pórtico del teatro, evitando el encuentro.Peña apretó el paso y entró resuelto al pórtico, decidido a descubrir al incógnito. Prendió un cerillo y no encontró ningún rastro por donde hubiera desaparecido, ya que hasta halló cerradas perfectamente las puertas que conducen al patio; un estremecimiento de pavor recorrió su cuerpo; pero supo sobreponerse. Salió a la calle llamando al sereno y éste, alumbrándole con la linterna lo acompañó a hacer un minucioso registro que resultó inútil. - Yo también he visto muchas veces ese bulto -le dijo el guarda -y no se me hace cosa buena. El 4 de Noviembre, impulsado el coronel por las ideas obsesionantes de las veladas anteriores, determinó a toda costa descubrir el misterio; su vida en la milicia había modelado el carácter con tendencias al racionalismo y a la despreocupación, y su actuación liberal no le permitía admitir muchas cosas que, según él, no podrían suceder, sosteniendo siempre, cuando la ocasión lo facilitaba, controversias en las cuales negaba con maniática terquedad toda la intervención del mundo visible. Ignoraba el coronel Peña que existen cosas sobrenaturales e incomprensibles, según la frase de Pascal, en los cuales el entendimiento humanos naufraga en vino por e encontrar la solución. Esa noche desde lejos divisó el bulto; comenzó a caminar tomándole la delantera y percibió con toda claridad que traía un vestido talar y encima el sobrepelliz o roquete blanco. Casi maquinalmente lo siguió, volvió a llamar al sereno como la noche anterior y al acercarse el gendarme con la linterna, inquirió don Francisco:
-¿No hay novedad, Pascual?- No, señor -, contestó el hombre.En ese momento el fantasma se colocó entre ambos interlocutores, desafiando la luz de la linterna. El coronel Peña lo distinguió con toda claridad, pero sin denunciar su emoción, haciendo violencia a su preocupación, denominándola con su voluntad. Murmuró sordamente: Acompáñeme a la estación. Y ambos se perdieron hacia los suburbios. Volvió el coronel el día 5, atenaceado por aquella idea turbadora, más con curiosidad que con miedo; había hablado ya en su casa del fenómeno, y la esposa, doña Manuela Yépez, le había aconsejado que tuviera entereza para hablar con el espíritu; pero esa noche en vano recorrió la calle una y muchas veces; esperó en la esquina, pasó repetidas veces por el teatro, exploró su interior, y nada halló. Aquí si podría afirmarse que provocaba el fenómeno, que una profunda sugestión lo dominaba; pero salió su esfuerzo infructuoso. De pronto las doce sonaron en los templos uniéndose a los silbatos tristes y monótonos de los gendarmes. Regresó a su hogar un poco contrariado; creía haber aumentado sus conocimientos en aquellas andanzas, y volvía descontento, juzgando haber sido todo producto de morbosa alucinación.El 6 de noviembre, viernes, salió de su casa rumbo al teatro; el bulto misterioso estaba allí, sentando en la banqueta de la calles. Al aproximarse Peña, se levantó; ahora se distinguía con toda claridad: un sacerdote anciano, perfectamente materializado, lo invitaba a aproximares. Don Francisco creyó desmayarse, pero pudo imponerse a sí mismo. Caso más bien con el pensamiento articuló:- En nombre de Dios, dime: ¿quién erres, qué es lo que debes y por qué andas penando? Y una voz salida de algo tan artificioso que parecía inverosímil, sonidos articulados como a través de un fuelle, con entonación desusada y nunca oída, contestó: - Soy el cura Saavedra. Escúchame y apiádate de mi alma: un mérico dueño de un cuantioso tesoro, estando moribundo llamó al padre Hincapié revelándole que, en determinado lugar, había un tesoro consistente en oro robado a las conductas durante las guerras con los españoles en 1810; que sacará ese dinero dedicando una parte para mandas , entre ellas unas misas al Señor del Hospital, algunos rosarios y cubriera determinados compromisos. El padre Hincapié, a pesar de haberles señalado precisamente el lugar del tesoro, no hizo por sacarlo, y así pasó el tiempo hasta que a mí me tocó auxiliar a Hincapié en sus últimas horas. Tampoco yo saqué nada a pesar de habérmelo recomendado el padre con angustiado ahínco, y ahora vengo a suplicarte, por amor de Jesucristo, me saques de penas. Mi alma no descansará en la paz del Señor hasta que ese dinero no se recoja. Ayer jueves no vine, porque era día de oración y los seres del más allá nos entregamos totalmente a ella. ¿Qué saben los humanos de la verdadera vida? Saca ese dinero, que se encuentra en la casa ocupada por mi sobrina doña Rosa, háblale en mi nombre y ella accederá. En el ángulo de la segunda pieza, hacia el norte, hallarás, escarbando un metro, una loza escrita, debajo de ella los huesos del hombre que el desdichado mérico hizo víctima de su infame codicia. Procura enterrar luego en lugar sagrado la osamenta que te indico, la cual debe reposar en su fosa hasta la consumación de los siglos, cumple con las mandas y Dios te bendecirá, no pudiendo encarecerte la recompensa que se te espera; únicamente sabe que, en la otra vida, pagaré con creces la caridad
Ya hacia la madrugada, los parientes de don Francisco Peña, alarmados por su ausencia, procedieron a buscarlo, hallando sobre la banqueta del teatro Juan Valle el cuerpo exánime del coronel.
Todo se realizó como se ha dicho. Doña Rosa Saavedra no puso reparo en facilitar la casa para la correspondiente búsqueda; se hizo la excavación, encontrando el esqueleto y las señas dadas por el cura don Luis Saavedra, así como armas enmohecidas y mosquetes del tiempo de la colonia. Se pagaron las misas y los rosarios y, según el decir del coronel Peña, a la hora de Incarnatus Est, en el Credo, el sacerdote Saavedra, que momentos antes se aparecía, inclinaba la cabeza adorando la encarnación de Dios hijo en una profunda reverencia, y luego se desvanecía. Parece que el dinero no lo sacó Peña, sino otras personas; pero desde aquellos aciagos días la salud del coronel quebrantóse sobremanera. Una noche del mes de diciembre, ya cercano el amanecer, vió en el rodapié de la cama al cura, que lo miraba con fijeza desconcertante.- Vengo a darte las gracias -le dijo.
El coronel respondió al punto:Por amor de Dios, déjame en paz; ya no puedo tolerar tu presencia.
Al año siguiente, cinco meses después de lo acaecido, el 7 de abril de 1897, siendo jueves santo, como a las doce de la tarde venía Peña montado en su caballo rumbo a la Jefatura, que quedaba en la esquina de la plaza, en la casa donde ahora vive don Pedro Arredondo, cuando al bajarse del corcel sintió una profunda punzada en el corazón, dobláronse sus piernas y quedó muerto en el acto. Los médicos opinaron por un aneurisma, pero, en opinión de sus familiares y del vulgo, la causa determinante de su muerte fue la macabra visita del cura de Salamanca.
La casa a que esto se refiere, guardadora de un tesoro, pertenece a la familia Acosta.
El usurero del baratillo
En la Plaza del Baratillo fue muy conocido. Allí vivió todavía en tiempos de la Revolución de 1910. Dos o tres veces al día, cuando el hambre lo acosaba materialmente clavando sus aguijones en las paredes del estomago bajaba la escalera de su casa. Sólo así se habría el pesado zaguán, hermético por el resto de las 24 horas del día. Rápidamente cambiaba unos centavos por atole y tamales o bien por nopales y tortillas, según la hora, y sin cruzar palabra con nadie, volvía otra vez a su encierro.
La gran puerta de madera dejaba oír el
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Plaza del baratillo |
crujido de sus goznes herrumbrosos, para continuar irremediablemente cerrada. Era el usurero del Baratillo, como dio en llamarle la gente del pueblo.
Hombre enjuto, de mirada extraviada, blanco, estatura regular, bigote y piocha que dejaban ver evidentemente un rostro sin afeitarse. Vestía pantalón negro y camisa que se suponía blanca en otros tiempos. Este hombre eran tan rico, que por haber acumulado tan inmensa cantidad de monedas de oro perdió la razón. Del ropero y del arcón donde guardaba su caudal, llevaba las talegas a su casa y allí las depositaba. Ese ruido tan peculiar era toda su obsesión...Dicen que ese tesoro provenía del montepío que tuvo en su propia casa por muchos años y por prestar con muy altos intereses.
Fue también proverbial que la gente atribuyera al sombrío prestamista esta frase: "peso que no deje diez, para qué es." Prestaba su dinero en oro y ponía como condición que se le devolviera en oro. Una ocasión tropezó con un hombre demasiado listo, quien logró sacarle a plazo corto como dos mil pesos con el 25 por ciento, pagaderos en ocho días, pero que lejos de liquidarle, huyó llevándose el dinero. Fue esta la causa definitiva de su locura. Desde ese día para el usurero no hubo más obsesión que contar su dinero y chapotear con sus manos repletas de monedas, que dejaba escurrir para escuchar cómo sonaba al golpear unas con otras.
Los vecinos lo ven casi todas las noches, y las familias que han vivido en esa casa oyen sus pasos en las escaleras que suben o bajan, y por las noches oyen también en tintineo de las monedas. Es el usurero del Baratillo que cuenta su tesoro, tesoro que, como hasta ahora nadie lo ha encontrado, se asegura que sigue escondido en varios sitios de la casa, pues en medio de su gran avaricia pensaba que de ese modo jamás podrían encontrarlo.
CERRO DE LA BUFA
Pocas ciudades como está tienen una historia y una leyenda tan interesante; tal vez por no conocerse su verdadero origen, la imaginación del hombre ha tejido ese velo de fantasía alrededor de Guanajuato.
Otra razón hay para que surgiera esta leyenda: la fabulosa riqueza de la plata que hubo y que hay en sus minas.
Fantasía y riqueza, dos ingredientes muy apropiadas para forjar una leyenda como la que vamos a referir.
Dícese que en ese pintoresco y bello picacho del cerro de la Bufa alienta una princesa encantada de rara hermosura, que en la mañana de cada uno de los jueves festivos del año, sale al encuentro del caminante varón, pidiéndole que le conduzca en brazos hasta el altar mayor de la que hoy es la Basílica de Guanajuato, y que al llegar a ese sitio volverá a esplender la ciudad encantada, toda de plata, que fue esta capital hace muchos años, y que ella, la joven del hechizo, recordará su condición humana.
Pero para romper este encantamiento hay condiciones precisas, tales como que el viajero, fascinado por la belleza de la joven que le llama, tenga la fuerza de voluntad suficiente para soportar varias pruebas; que al llevarla en sus brazos camine hacia adelante sin turbación y sin volver el rostro, no obstante escuche voces que le llamen y otros ruidos extraños que se produzcan a su espalda.
Si el elegido pierde la serenidad y voltea hacia atrás, entonces la bella muchacha se convierte en horrible serpiente y todo termina ahí.
La oferta es tentadora: una lindísima muchacha y una fortuna inacabable, pero ¿quién es galán con temple de acero que pueda realizar esta hazaña? Por lo visto las condiciones son precarias, pues Guanajuato, el Estado que hoy conocemos, tiene más de cuatro siglos de vida y no ha habido quién cumpla los requisitos para deshacer el hechizo.
Escritores y poetas nacen y mueren con mayor o menor galanura en el lenguaje todos repiten la leyenda, como un canto a Guanajuato, a la Bufa y a la hermosa princesa encantada.